domingo, 12 de abril de 2020

Hoy sí; mañana, tal vez



Aquel rostro proyectaba angustia, los ojos exageradamente abiertos parecían suplicar al oxígeno invisible que pululaba por aquella estancia que se introdujera por sus añejos y deteriorados pulmones. Se asfixiaba. El estado de alarma impuesto desde hacía pocos días mostraba su severidad con la mayoría de las personas: aquel inusitado encierro arremetía contra la estabilidad mental y ponía de manifiesto los puntos débiles de las relaciones entre familiares. Sin embargo, aquella se perfilaba como la cara amable del confinamiento. Con otras muchas personas se tornaba cruel y despiadado. Ese era el caso de Esmeralda, una mujer que vagaba por la senectud con más pena que gloria y que en aquel instante yacía sobre una desgastada alfombra. Carecía de familia. Únicamente una vecina, también mayor, pero con salud suficiente para preocuparse por la de los demás, fue quien llamó a la policía al escuchar, a través de las finas paredes, un gemido que parecía emanar con dificultad, entrecortado.

Los agentes, pertrechados tras sus mascarillas, no tardaron en presentarse amables y solícitos en aquel desvencijado rellano. Gracias a las llaves que aquella vecina, de nombre Paula, les entregó pudieron acceder al piso de Esmeralda.
-Entre en casa, señora. Nosotros le llevaremos las llaves de su vecina cuando acabemos.

El salón de aquella vivienda les mostró una imagen en la que se podía palpar la pena, la injusticia y el miedo.
-¡Señora! ¡Señora! -exclamó uno de los policías, agachándose- ¿Cómo se encuentra? ¿Qué le ha sucedido?
La mujer, con los ojos entornados, balbuceaba.
-No se preocupe. Ahora mismo le atenderá un médico.

Con preocupación se pusieron en contacto con los servicios sanitarios. Durante la espera uno de los policías recorrió la casa mientras el otro intentaba hablar con la mujer.
-Debe llevar varias horas así, Pablo. Algunos platos y cubiertos descansan sucios en el fregadero, a la espera de ser limpiados.
Pablo, que no se había movido del lado de la mujer le preguntó:
-¿Cuál es su nombre?
Aquella pobre anciana pareció recobrar algo de energía.
-Esmeralda, mozo. ¿Cómo es que ustedes se encuentran aquí, en mi casa?
-Su vecina nos avisó, alertada por no escuchar su televisor y oír sus quejidos. ¿Cuánto lleva así? ¿Se mareó?
Con dificultad la mujer tragó y expuso con voz casi inaudible:
-Gracias a Dios que tengo a Paula… No tengo familia; estoy sola, hijo. Llevaba unos días que no me encontraba bien. Me cuesta respirar y la tos -ahora le dio un ataque- me está matando. Lo único que recuerdo es hallarme en la cama mucho tiempo, indispuesta. Cuando mejoré salí a caminar por la casa… Me cuesta dormir ¿sabe? Y, si no me muevo, ni concilio el sueño -de nuevo, el ataque de tos-.
-Tranquilícese, Esmeralda. Voy a traerle un poco de agua…

Pablo se dirigió a la cocina para llevarle un vaso de agua. Del grifo salió teñida de marrón y muy dificultosamente -había estado cortada durante horas- y en la nevera no encontró botella alguna.
-Iker, bajo un momento a por una botella. No tardo.
-De acuerdo, compañero.

Al lado del portal había una panadería en la que había una pequeña nevera con refrescos y botellas de agua mineral. Rápidamente subió las escaleras y le dio de beber a aquella mujer que no la tomó ávidamente, pero sí lo poco que bebió la reconfortó gratamente.

-Gracias, hijo. Os lo agradezco a todos. Sin poder levantarme… por los huesos, ya sabe… hubiese muerto… con total seguridad.
-No, Esmeralda. Aunque se encuentre sola tiene a su vecina y a nosotros. Y, por supuesto, a los médicos. No tardarán, ya lo verá.

Durante la espera a los servicios sanitarios ambos policías estuvieron conversando con la mujer que parecía más animada y tranquila que a su llegada. Aquella conversación (respuestas cortas, explícitas) construía un puente hacia el recuerdo de sus propias abuelas, ya fallecidas, por lo que se instaló una agradable atmósfera en aquel salón, hostil al principio.

Poco después, los servicios sanitarios llegaron y, tras un examen exhaustivo, amén de comprobar que milagrosamente ningún hueso se había roto, la dispusieron sobre una camilla. Una sanitaria de maneras melifluas se acercó donde la distancia de seguridad le permitía y dijo:

-Esmeralda, ahora nos vamos al hospital a que los compañeros le pongan un tratamiento y en un par de semanas esté en casa de nuevo y como nueva. ¿Le parece?
La mujer con una sonrisa atravesándole el rostro se apartó el oxígeno durante unos segundos.
-Claro, guapa. Hay que seguir dando guerra.

Entre las risas de los allí reunidos por el comentario de Esmeralda, la sanitaria cuyo nombre era Alba, le hizo un gesto a Pablo para que se alejaran unos pasos.
-No se ha fracturado ni roto nada, pero es mejor que le hagan unas pruebas para descartar cualquier problema imperceptible en un primer examen… En cuanto a lo demás presenta toda la sintomatología del maldito COVID-19. Esperamos poder atajarlo, pero este cabrón presenta muchas caras y no sabemos, hasta que nos la muestra, cómo van a evolucionar los afectados…
Antes de abandonar la vivienda Esmeralda preguntó por Pablo que continuaba departiendo con los sanitarios.
-Mozo, muchas gracias por todo. Usted y su compañero me han cuidado tan bien… Les estaré a todos eternamente agradecida, de verdad. Todos ustedes, en general, salvan vidas. Son unos héroes…
El chico que empujaba la camilla exclamó, circunspecto:
-No señora. No somos héroes. Es nuestro trabajo. Nacimos para esto y esto hacemos. Y hora, por favor, descanse hasta que lleguemos al hospital.

viernes, 6 de marzo de 2020

Una mirada a través del cristal


El helicóptero se posó sobre el edificio, y con presteza casi una veintena de personas extraían de su interior a un joven varón de dieciocho años; su vida corría peligro: un accidente de moto lo deslizó por la carretera hasta despeñarlo por un barranco de escasa altitud. Pocos minutos transcurrieron para que los profesionales se ubicaran en derredor a su maltrecha figura con el objetivo de salvar su vida. Ardua tarea, sin duda.  
La máxima responsabilidad de aquel quirófano recaía en Luisa Martín. Ostentar el cargo de jefa de cirugía en aquel hospital tenía sus complejidades. Un error, por nimio que fuere, podría ser fatal para alguien que atravesara la coyuntura de aquel muchacho. Pero la doctora Martín nació para esos menesteres. Estaba hecha de otra pasta: bucear por entre órganos limítrofes entre sí, vitales la mayoría de ellos, sin apenas espacio para poder trabajar, bañados por aquel tinte rojo, que se derramaba peligrosamente hacia el exterior, lo que debilitaba aún más la escasa vida del paciente, complicando sobremanera la operación; amén de todos los huesos (rotos la mayoría o astillados) y músculos, también con desperfectos. Cada uno con su tarea, con una función para el ser humano. Aquellos accidentes eran terribles, siempre dejaban huella en sus recuerdos.
Luisa Martín se movía sin tensión, con gracilidad y decisión. El bisturí constituía una prolongación de su cuerpo enjuto, al igual que las pinzas, las tijeras e, incluso, la radial. ¿Cómo era posible? Cualquier persona se desmoronaría ante aquella situación, consciente de que la vida de una persona se supedita a sus conocimientos, mañas y experiencia. Una auténtica pesadilla. Ella no pensaba eso, al contrario. La doctora Martín con aquellos artilugios ganaba porciones de terreno a la parca y al tiempo (en su contra) para beneficio de aquella persona acostada ante ellos, con tal grado de indefensión que ruborizaba; también para el de sus seres queridos.
‘Es usted una heroína’ o ‘son ustedes unos héroes’ comentaban muchos familiares alcanzados de lleno, sorpresivamente, por aquellas situaciones, las cuales las personas suelen rezar para no conocerlas jamás. Ese llanto -el de la preocupación, el dolor, la impotencia o la frustración- tornaba a otro más amable y llevadero. Lágrimas sinceras de alegría e infinito agradecimiento cuando Luisa Martín salía de la operación y masticaba (la saliva densa, la boca seca) aquellas palabras: ‘hemos logrado estabilizar a su hija’ o ‘hemos podido revertir la situación, dentro de la gravedad se encuentra estable. Si todo sigue su curso debemos confiar’.
No se consideraba una heroína. Era una mujer de carne y hueso, con sus problemas y preocupaciones. Pagaba los recibos, sus hijos enfermaban de gripe y soportaba modales que dejaban que desear en comercios y faltas de consideración en el transporte público. Más humano que eso nada, pensaba.
Al otro lado, el desasosiego, la impaciencia, el desconocimiento de si su hijo había muerto ya o hacía un rato. Ignoraba si lograría vivir y, de ser así, si sus secuelas lo postrarían o mermarían ostensiblemente, siendo inexistente calidad de vida alguna. Le parecía increíble que su cerebro reprodujera tales pensamientos de su hijo, de su niño pequeño, de su vida. El reloj desarrollaba su función, y aquel desolado y abatido padre contaba siete horas ya desde que llegó a aquella desabrida sala de espera.
Tres horas después apareció con el rostro agotado Luisa Martín. El miedo atenazó a aquel hombre y deseó que aquella doctora no dijese nada. Durante unos segundos se decantó por mantener la esperanza de que su hijo no hubiese muerto.
-Es usted el padre…
Le dijo que así era, casi con un hilillo de voz. Tras acercarse en apenas dos relampagueantes zancadas comentó implorando la negación a su pregunta:
- ¿Ha muerto?
-La operación ha salido como esperábamos. Su hijo está grave y tendremos que esperar su evolución… Somos optimistas. Es joven y sus ganas de vivir…
Un llanto (el amable, el llevadero) brotó de aquel hombre rompiendo el hielo de la sala mientras la abrazaba.
-Gracias, doctora. Es usted una heroína, al menos la de mi hijo y, por supuesto, la mía.
-Agradezco la calidez de sus palabras, pero sólo desempeño mi trabajo y, para ello, cuento con un equipo de profesionales excelentes, -le dijo devolviéndole el abrazo.



viernes, 3 de agosto de 2018

La escapada... Primera parte


El viejo vehículo se bamboleaba con cierta virulencia debido a los desniveles que se dibujaban por aquel sinuoso y estrecho camino, formado por arena y rocas premeditadamente esparcidas, o esa impresión azotaba a aquel conductor, cansado, al límite, obligándole a efectuar, casi de forma continua, pequeños y bruscos volantazos que revestían aquel viaje de un tedio pesado, insufrible y espeso.

Solamente aquellas débiles luces emitidas por aquellos faros, uno de ellos resquebrajado por un pequeño golpe días atrás, rompía la oscuridad más profunda de una fría noche, no incipiente ya, en el interior de un bosque inmenso. Los árboles aparecían a los lados de las ventanillas, retorcidos, como si aquel frío les atacase, y ellos, con lentitud, fueran cambiando de postura para resguardarse de alguna forma y no quedar congelados.

Los integrantes del automóvil, una pareja de novios a los que se les agotó, desde hacía un tiempo atrás, cualquier remanente de cariño, y ávidos, buscaban cualquier plan, por estrambótico que pareciese, con el fin de recobrar las fuerzas de sobrellevar la personalidad del otro y redirigir una relación marcescible.

El silencio era aun más espeso que la noche cuando un olor a algo chamuscado les hizo abrir sus párpados dejando a la intemperie sus pupilas horrorizadas, y éstas fueron las primeras que captaron una gran voluta de humo a través del parabrisas, donde descansaban los cadáveres de múltiples insectos a causa del largo trayecto. El motor dejó de funcionar, al contrario que sus corazones, que ahora, imbuido por la problemática que esto significaba, latía en sus pechos, en sus sienes, en sus cuellos, indómito.

- ¡No me jodas, ahora no, por favor!, -exclamó Max accionando, una y otra vez, de forma vana, el contacto con el objetivo de que aquel motor se librase del terrible problema que le oprimía y volviese a rugir llevándoles fuera de aquel terrible escenario.
- ¡Nos hemos quedado tirados en medio de la nada!, respondió Daisy, con ira. Y tragando con dificultad, gritó: tendríamos que haber pernoctado en algún motel y no adentrarnos en el bosque hasta el amanecer. ¡Qué hacemos ahora! Y al ver el rostro serio de su acompañante, repitió:
- ¡Venga, dime! ¿qué hacemos?

El rostro de Max nada transmitía en aquel momento. Parecía, incluso, que no estaba compuesto por carne, tendones, ni por el vello de aquella barba hirsuta que le dominaba la parte inferior, sino todo lo contrario, aquella carne, aquellos tendones y aquel vello parecían esculpidos en un mármol frío, inerte, impávido; hasta aquel color blanquecino que imperaba en ese rostro y en sus manos, apoyadas sin fuerza sobre el cuero del volante, no parecía humano.

Tras unos segundos, eternos para Deisy, dijo:
-Lo primero, no perder los papeles, por tanto, tranquila.
Ambos bajaron del vehículo sintiendo como sus pies se hundían en el barro. Miraron a su alrededor; nada se oía, la oscuridad todo anegaba, menos una exigua porción de paisaje claroscuro que dibujaban, a pocos metros, aquellos débiles faros.
-No podemos hacer nada, -exclamó Max, canalizando su propio nerviosismo, ya que este, con el paso de los minutos, se tornaba más fiero. La única solución es aguardar aquí toda la noche, hasta el amanecer…
Daisy no le dejó finalizar, se había dejado llevar por lo quimérico de aquella situación, un tanto estúpida quizás, pero no exenta de peligro, sin oponer, tan siquiera, la resistencia interna que  Max esgrimía.
- ¿Qué no podemos hacer nada?,-gritó.

Los árboles que conformaban el bosque le confirieron a su voz más fuerza, más durabilidad, pero también proyectó miedo, terror, un terror profundo, que ahora, de nuevo, sumidos en el silencio, rumiaban con la consciencia y tranquilidad que reporta visualizar una vivencia sólo como mero espectador, todos y cada uno de los componentes de aquel perdido ecosistema.

- ¿Y qué vamos a hacer cuando salga el sol? ¡explícamelo, Max! Hace frío, no tenemos cobertura, y como…-Daisy paró en seco su disertación, como si aquello en lo que acaba de reparar le cortase el aliento, tras unos segundos, escupió, sin gritar ahora: …como venga un animal salvaje ya podemos darnos por acabados, Max…

CONTINUARÁ

miércoles, 2 de mayo de 2018

De profesión teórico


Opinión


Nosotros, los futuros becarios y los que han transcurrido por esa disyuntiva en tiempos pasados, llevamos por bandera, a la hora de encarar nuestra profesión fuera de las aulas universitarias, la inseguridad que comporta cuatro años de pura teoría y solo unos pocos meses de práctica. En este breve lapso de tiempo, de praxis, en muchas ocasiones, se encuentra como enemigo al calendario, puesto que hay que contar con festivos, algún puente o la tardía llegada del docente a impartir la asignatura, debido a diferentes dimes y diretes que atañen al mundo universitario y, en especial a nosotros, quedándose más desnivelada, aun si cabe, la balanza entre teoría y práctica.
Me he permitido el lujo, en las líneas anteriores, de hipostasiar como lo haría un filósofo, carezco de experiencia en lides filosóficas, pero la impronta, el poso que me ha dejado el leer y releer a Álvaro Pombo, me permite la licencia de aventurarme en la difícil utilización de este término. Disculpe, Don Álvaro, ya que no lo haré tan correctamente como usted. Pues bien, la Real Academia define hipostasiar como considerar algo como verdad absoluta y creo que con respecto al tema que nos ocupa no ando desencaminado.
Nosotros, los estudiantes de universidad, los futuros becarios, y haciendo hincapié en periodismo, ya que soy testigo de ello pues son los estudios que curso, nos encontramos imbuidos en horas y horas de teoría que, en ocasiones, para el futuro, y óptimo desempeño de nuestra profesión, no es demasiado relevante. No digo que la teoría no sea importante, no me mal interpreten, por favor. Teoría debe de haber; debemos realizar la práctica sobre una base teórica, al menos para tener ciertos conocimientos previos y, con ello, alguna noción, pero en un grado como el de periodismo, una profesión que se define por el desparpajo de la mayoría de los alumnos, por cómo te desenvuelvas delante de una cámara o escenario, cómo proyectes tu voz, e incluso, edites grandes piezas en menos de quince minutos, en definitiva, lo que demandan las empresas de comunicación, nada de otro mundo, tampoco ¿ cómo es posible que no exploten estas facetas? Tres días en los que te enseñan cómo editar un vídeo, en cuatro años, sí, han oído bien, tres clases, en un grado de cuatro años en la que practicas, y muy por encima, con un editor de vídeo.  No hablemos de exponer un tema, algo que tendría que ser algo primordial para nosotros, trabajar y trabajar esto, puesto que este aspecto conlleva muchas horas de dedicación… Creo que en tres años habré expuesto unas cuatro veces unos tres minutos cada una, y eso, siendo generoso. Son tantos ejemplos los que tengo en mi haber que podría rellenar, solo con ellos, el límite de palabras con el que tengo que lidiar para la confección de este artículo.
Eso sí, nos bombardean en asignaturas como derecho, con una cantidad ingente de sentencias del tribunal constitucional o, por ejemplo, en teoría de la información con escuelas y más escuelas, que no digo que puedan llegar a ser interesantes, pero completamente irrelevantes para ponerte frente una cámara y realizar un directo, en cuanto a esto, precisamente ayer, realicé el primero y el último por lo que parece, en todo el grado de periodismo.
Después de esto, somos nosotros, los que hemos estudiado con ilusión y con ganas, los que tenemos que soportar llegar a las redacciones y que nos saquen los colores al quedarnos en blanco en algún directo, no saber editar o no saber locutar correctamente para una prueba de radio. ¿Somos nosotros los culpables de ello? ¿Tenemos que aguantar, nosotros que hemos estudiado los que nos han demandado, que nos digan que no servimos para esa o aquella actividad por la cantidad de teoría inservible y la nula práctica? ¿En este caso no sería más elocuente que en periodismo se declinase tanta teoría y focalizaran nuestros estudios en muchas más prácticas para que no tengamos que transcurrir por el camino de la vergüenza el mismo día en que te enfrentes a lo que supuestamente has estado estudiando todos estos años?
Encima, debemos soportar, también, que los profesores vengan hacia ti y te digan, no no, si te quieres preparar debe de ser por tu cuenta, entonces me pregunto yo, y perdonen mi ignorancia, ¿la universidad para que está entonces? ¿Debo pagar más, a parte de la matrícula? ¿ Voy a la universidad para aprender mediante cursos completamente ajenos a ella? Bueno ese ya es otro tema con el que podría cumplimentar otras setecientas palabras en un nuevo artículo.

jueves, 12 de abril de 2018

No corras

-Te acompaño a casa, -dijo cogiendo el abrigo.
No contesté. Pero sé la razón por la que actué así; su atractivo. Salimos del bar, dejando a nuestras espaldas el estridente ambiente festivo que allí se daba, adentrándonos en la oscuridad de la noche. Le conocí dos días atrás, en el mismo lugar, pero me gustaba. Y mucho. Le invitaría a subir a casa. Tomaríamos la última copa y…  quién sabe si a algo más. Miré hacia atrás, dos tipos andaban tras nosotros. Nos seguían. ¿Qué querían? Sentí miedo, y miré a Tom. Él se percató, me cogió la mano y echamos a correr. La sangre me martilleaba las sienes y comencé a respirar con dificultad. Volví a mirar. A lo lejos, los dos hombres. Gritaron algo que no descifré. Pasado un rato, me detuve, sin aliento. Miré en derredor, ni rastro de los dos hombres. Miré a Tom. Éste sin previo aviso sacó un cuchillo. Avanzó hacia mí. Su mirada, perdida. Me alarmé. Un disparo rasgó el silencio nocturno.Tom se desplomó. Allí estaban los dos hombres, mostrándome su placa de policía. Tom era un asesino al que buscaban hacía tiempo. Yo pude haber sido una de sus víctimas.

                                                         




viernes, 30 de marzo de 2018

Martina


      Para ella la vida carecía de sentido, por ello, se encontraba sobre el alfeizar de la ventana, de pie, mientras repasaba mentalmente, con el rostro serio y sus ojos apagados, sin vida, como si ellos ya hubiesen, desde hacía ya un tiempo, decidido saltar, cómo serían sus últimos segundos de vida.

     Un soplo de brisa pareció rescatarla de su terrorífica recreación mental, de sus más oscuros pensamientos; respiró hondo y saltó. Al cabo de unos pocos segundos, ya preparada para el terrible impacto, observó como una hendidura se abría en el duro asfalto, entrando a través de ella, a gran velocidad. Una vez en aquel interior anegado por la más absoluta oscuridad sus fosas nasales fueron invadidas por un extraño olor, irreconocible para la muchacha. Notó un impacto en el rostro, a la altura del pómulo, pero en el momento en que su mano se disponía a indagar el alcance del golpe comenzó a girar de forma violenta, indómita, como si algo o alguien lo efectuase premeditadamente; acto seguido, un calor sofocante se apoderó de su ser.

     Un sonido familiar, disperso al principio, molesto, más tarde, difuminó aquella utópica situación. Abrió los ojos, asustada. El despertador sonaba, estridente, a su lado. El suicidio le obsesionaba más cada vez, y aquel sueño lo demostraba. Aquel calor asfixiante sufrido en su caída por el vacío imperaba también en la estancia, exento al poder onírico de la imaginación de aquella chica; era tal su densidad que podría, usando un poco la imaginación, pero no de forma excesiva, dársele forma con las manos.

    Otro día más, pensó con agotamiento. Ese agonizar, ese tedio que arrastran aquellos a los que vivir se le proyecta como algo demasiado duro, extremadamente complejo. Al realizar las tareas previas que, sin duda, denotaban la ausencia del hogar durante varias horas, reparó, no sin sorpresa, en una herida abierta instaurada en su pómulo. No revestía gravedad, no le dolía, pero reportaba una extraña sensación: lo que creía haber soñado era real. Su cabeza bullía ahora con preguntas difíciles de responder. ¿Qué ha sucedido?, pensaba atónita, a la par que el miedo, un miedo gélido, austero, dominaba su ser. Luchando contra un mar de dudas, este enfurecido y salvaje, se encaminó al colegio. No depositó un pie en la calle cuando no daba crédito a lo que sus ojos transmitían a su cerebro. Una cantidad ingente de personas poblaban las aceras. Era tal la miríada de humanos que allí convergía, ante sus ojos abiertos desproporcionadamente e incrédulos,  que para avanzar por la calle debían de formar filas, lentas, pesadas, tediosas, hasta que, un agente (al menos eso suponía ya que parecía dirigir la situación con movimientos rápidos y autoritarios) les permitía avanzar hacia una especie de cinta transportadora colosal, en donde, aquellos que lograban ubicarse unos contra otros en su lomo, parecían robarse, entre sí, el oxígeno, imposibilitando dejar cualquier hueco libre, por muy exiguo que este fuera.

    El sol escupía su poder de una forma jamás contemplada por la joven, provocándole diferentes quemaduras, por ahora carentes de gravedad, en sus extremidades, amén de notarse una picazón similar en el rostro. Sintió una curiosidad inmensa por saber qué prendas llevaban los demás. No diferían demasiado a las suyas fuera de la etapa estival, eso sí, estas que observaba con curiosidad parecían infladas en su interior, como si hubiese aire entre la propia prenda y la piel o, en otro caso, esas prendas contuviesen algún elemento frío que minimizase aquellos efectos nocivos.

    De forma repentina una sirena comenzó a gemir con intención de avisar de algo. A lo lejos, observó como una ola gigante se aproximaba hacia ellos a gran velocidad. Todo el mundo comenzó a gritar haciendo insufrible aquella situación. Ella se encontraba sorprendida por lo quimérico de todo aquello, pero sosegada, sin miedo alguno: vivir era sinónimo de sufrir y más en este extraño mundo del que parecía ser una mera espectadora, y estos parecían ser los últimos coletazos de su existencia miserable. La ola golpeó contra algo transparente que los cobijaba, aunque aquella especie de cúpula gigante no les impidió agitarse al son del terremoto ocasionado. Alzó la vista y a varios de kilómetros, sobre el cristal de aquella cúpula, observó los cadáveres de diferentes animales marinos, o eso intuía, ya que le parecían irreconocibles.

    La cinta comenzó a funcionar sin que la sirena emitiese ya sonido alguno transportándola a través de aquel extraño escenario. Se encontraba sentada, rígida, aferrada a los lados hasta que al pasar por un estrecho lugar sus falanges fueron cercenadas. Un grito de dolor absorbió la atención de algunos que empezaron a señalarla, y por lo que vio en sus rostros, a increparla. La cinta se detuvo, hasta que una especie de robot alado le agarró por los hombros y cogió altura. Ella no se movió, no se resistió. Al cabo, entraron por la superficie, a través de una trampilla, del único edificio que vio, una arquitectura que jamás habría podido imaginar. De repente, se encontró ante un tribunal, con tres jueces que la miraban ávidamente; tras ella, miles de personas jaleaban al contemplarla. Grandes dígitos mostraban el año en el que se encontraban: 2300.  La chica parecía inmune.

-No pareces ser de aquí, -dijo el más anciano de aquel tribunal. ¿De qué año procedes?
- Displicente, contestó: 2018, señor.
Impávido, gruñó.
 -Gracias a tu sociedad y a generaciones ulteriores nuestra existencia es miserable. Tenemos que lidiar con el calentamiento global, superpoblación… ¡Y todo por vuestra incompetencia! ¡Pagarás por ello con la muerte!
Y toda la estancia rugió con un júbilo exacerbado.
Fría como el hielo, dijo: ¡matadme ya!, ¡no temo morir! ¡Mi vida es peor que la vuestra!
El anciano, reflexivo, sonrió, se aclaró la voz y gritó:
- ¡Guardias, traed la inyección de la vida eterna!
Los ojos de aquella chica se llenaron de terror. ¡Vivir lastrada por el sufrimiento por toda la eternidad!, pensó.
- ¡No, por favor!, exclamó.
Pero el júbilo de la sala ocultó su desesperación.

Hoy sí; mañana, tal vez

Aquel rostro proyectaba angustia, los ojos exageradamente abiertos parecían suplicar al oxígeno invisible que pululaba por aquella estan...