Aquel rostro proyectaba angustia, los ojos
exageradamente abiertos parecían suplicar al oxígeno invisible que pululaba por
aquella estancia que se introdujera por sus añejos y deteriorados pulmones. Se
asfixiaba. El estado de alarma impuesto desde hacía pocos días mostraba su
severidad con la mayoría de las personas: aquel inusitado encierro arremetía
contra la estabilidad mental y ponía de manifiesto los puntos débiles de las
relaciones entre familiares. Sin embargo, aquella se perfilaba como la cara
amable del confinamiento. Con otras muchas personas se tornaba cruel y
despiadado. Ese era el caso de Esmeralda, una mujer que vagaba por la senectud
con más pena que gloria y que en aquel instante yacía sobre una desgastada
alfombra. Carecía de familia. Únicamente una vecina, también mayor, pero con
salud suficiente para preocuparse por la de los demás, fue quien llamó a la
policía al escuchar, a través de las finas paredes, un gemido que parecía
emanar con dificultad, entrecortado.
Los agentes, pertrechados tras sus mascarillas, no
tardaron en presentarse amables y solícitos en aquel desvencijado rellano. Gracias
a las llaves que aquella vecina, de nombre Paula, les entregó pudieron acceder
al piso de Esmeralda.
-Entre en casa, señora. Nosotros le llevaremos las
llaves de su vecina cuando acabemos.
El salón de aquella vivienda les mostró una imagen en
la que se podía palpar la pena, la injusticia y el miedo.
-¡Señora! ¡Señora! -exclamó uno de los policías,
agachándose- ¿Cómo se encuentra? ¿Qué le ha sucedido?
La mujer, con los ojos entornados, balbuceaba.
-No se preocupe. Ahora mismo le atenderá un médico.
Con preocupación se pusieron en contacto con los
servicios sanitarios. Durante la espera uno de los policías recorrió la casa
mientras el otro intentaba hablar con la mujer.
-Debe llevar varias horas así, Pablo. Algunos platos y
cubiertos descansan sucios en el fregadero, a la espera de ser limpiados.
Pablo, que no se había movido del lado de la mujer le
preguntó:
-¿Cuál es su nombre?
Aquella pobre anciana pareció recobrar algo de energía.
-Esmeralda, mozo. ¿Cómo es que ustedes se encuentran
aquí, en mi casa?
-Su vecina nos avisó, alertada por no escuchar su
televisor y oír sus quejidos. ¿Cuánto lleva así? ¿Se mareó?
Con dificultad la mujer tragó y expuso con voz casi inaudible:
-Gracias a Dios que tengo a Paula… No tengo familia;
estoy sola, hijo. Llevaba unos días que no me encontraba bien. Me cuesta
respirar y la tos -ahora le dio un ataque- me está matando. Lo único que
recuerdo es hallarme en la cama mucho tiempo, indispuesta. Cuando mejoré salí a
caminar por la casa… Me cuesta dormir ¿sabe? Y, si no me muevo, ni concilio el
sueño -de nuevo, el ataque de tos-.
-Tranquilícese, Esmeralda. Voy a traerle un poco de
agua…
Pablo se dirigió a la cocina para llevarle un vaso de
agua. Del grifo salió teñida de marrón y muy dificultosamente -había estado
cortada durante horas- y en la nevera no encontró botella alguna.
-Iker, bajo un momento a por una botella. No tardo.
-De acuerdo, compañero.
Al lado del portal había una panadería en la que había
una pequeña nevera con refrescos y botellas de agua mineral. Rápidamente subió
las escaleras y le dio de beber a aquella mujer que no la tomó ávidamente, pero
sí lo poco que bebió la reconfortó gratamente.
-Gracias, hijo. Os lo agradezco a todos. Sin poder
levantarme… por los huesos, ya sabe… hubiese muerto… con total seguridad.
-No, Esmeralda. Aunque se encuentre sola tiene a su
vecina y a nosotros. Y, por supuesto, a los médicos. No tardarán, ya lo verá.
Durante la espera a los servicios sanitarios ambos
policías estuvieron conversando con la mujer que parecía más animada y
tranquila que a su llegada. Aquella conversación (respuestas cortas,
explícitas) construía un puente hacia el recuerdo de sus propias abuelas, ya
fallecidas, por lo que se instaló una agradable atmósfera en aquel salón,
hostil al principio.
Poco después, los servicios sanitarios llegaron y,
tras un examen exhaustivo, amén de comprobar que milagrosamente ningún hueso se
había roto, la dispusieron sobre una camilla. Una sanitaria de maneras
melifluas se acercó donde la distancia de seguridad le permitía y dijo:
-Esmeralda, ahora nos vamos al hospital a que los
compañeros le pongan un tratamiento y en un par de semanas esté en casa de
nuevo y como nueva. ¿Le parece?
La mujer con una sonrisa atravesándole el rostro se
apartó el oxígeno durante unos segundos.
-Claro, guapa. Hay que seguir dando guerra.
Entre las risas de los allí reunidos por el comentario
de Esmeralda, la sanitaria cuyo nombre era Alba, le hizo un gesto a Pablo para
que se alejaran unos pasos.
-No se ha fracturado ni roto nada, pero es mejor que
le hagan unas pruebas para descartar cualquier problema imperceptible en un
primer examen… En cuanto a lo demás presenta toda la sintomatología del maldito
COVID-19. Esperamos poder atajarlo, pero este cabrón presenta muchas caras y no
sabemos, hasta que nos la muestra, cómo van a evolucionar los afectados…
Antes de abandonar la vivienda Esmeralda preguntó por
Pablo que continuaba departiendo con los sanitarios.
-Mozo, muchas gracias por todo. Usted y su compañero
me han cuidado tan bien… Les estaré a todos eternamente agradecida, de verdad.
Todos ustedes, en general, salvan vidas. Son unos héroes…
El chico que empujaba la camilla exclamó, circunspecto:
-No señora. No somos héroes. Es nuestro trabajo.
Nacimos para esto y esto hacemos. Y hora, por favor, descanse hasta que
lleguemos al hospital.