El helicóptero se posó sobre el
edificio, y con presteza casi una veintena de personas extraían de su interior
a un joven varón de dieciocho años; su vida corría peligro: un accidente de
moto lo deslizó por la carretera hasta despeñarlo por un barranco de escasa
altitud. Pocos minutos transcurrieron para que los profesionales se ubicaran en
derredor a su maltrecha figura con el objetivo de salvar su vida. Ardua tarea, sin
duda.
La máxima responsabilidad de aquel
quirófano recaía en Luisa Martín. Ostentar el cargo de jefa de cirugía en aquel
hospital tenía sus complejidades. Un error, por nimio que fuere, podría ser
fatal para alguien que atravesara la coyuntura de aquel muchacho. Pero la
doctora Martín nació para esos menesteres. Estaba hecha de otra pasta: bucear
por entre órganos limítrofes entre sí, vitales la mayoría de ellos, sin apenas
espacio para poder trabajar, bañados por aquel tinte rojo, que se derramaba
peligrosamente hacia el exterior, lo que debilitaba aún más la escasa vida del
paciente, complicando sobremanera la operación; amén de todos los huesos (rotos
la mayoría o astillados) y músculos, también con desperfectos. Cada uno con su
tarea, con una función para el ser humano. Aquellos accidentes eran terribles,
siempre dejaban huella en sus recuerdos.
Luisa Martín se movía sin tensión, con
gracilidad y decisión. El bisturí constituía una prolongación de su cuerpo
enjuto, al igual que las pinzas, las tijeras e, incluso, la radial. ¿Cómo era
posible? Cualquier persona se desmoronaría ante aquella situación, consciente
de que la vida de una persona se supedita a sus conocimientos, mañas y
experiencia. Una auténtica pesadilla. Ella no pensaba eso, al contrario. La
doctora Martín con aquellos artilugios ganaba porciones de terreno a la parca y
al tiempo (en su contra) para beneficio de aquella persona acostada ante ellos,
con tal grado de indefensión que ruborizaba; también para el de sus seres
queridos.
‘Es usted una heroína’ o ‘son
ustedes unos héroes’ comentaban muchos familiares alcanzados de lleno,
sorpresivamente, por aquellas situaciones, las cuales las personas suelen rezar
para no conocerlas jamás. Ese llanto -el de la preocupación, el dolor, la impotencia
o la frustración- tornaba a otro más amable y llevadero. Lágrimas sinceras de
alegría e infinito agradecimiento cuando Luisa Martín salía de la operación y
masticaba (la saliva densa, la boca seca) aquellas palabras: ‘hemos logrado
estabilizar a su hija’ o ‘hemos podido revertir la situación, dentro de la
gravedad se encuentra estable. Si todo sigue su curso debemos confiar’.
No se consideraba una heroína. Era
una mujer de carne y hueso, con sus problemas y preocupaciones. Pagaba los
recibos, sus hijos enfermaban de gripe y soportaba modales que dejaban que
desear en comercios y faltas de consideración en el transporte público. Más
humano que eso nada, pensaba.
Al otro lado, el desasosiego, la
impaciencia, el desconocimiento de si su hijo había muerto ya o hacía un rato.
Ignoraba si lograría vivir y, de ser así, si sus secuelas lo postrarían o mermarían
ostensiblemente, siendo inexistente calidad de vida alguna. Le parecía increíble
que su cerebro reprodujera tales pensamientos de su hijo, de su niño pequeño,
de su vida. El reloj desarrollaba su función, y aquel desolado y abatido padre
contaba siete horas ya desde que llegó a aquella desabrida sala de espera.
Tres horas después apareció con el
rostro agotado Luisa Martín. El miedo atenazó a aquel hombre y deseó que
aquella doctora no dijese nada. Durante unos segundos se decantó por mantener
la esperanza de que su hijo no hubiese muerto.
-Es usted el padre…
Le dijo que así era, casi con un
hilillo de voz. Tras acercarse en apenas dos relampagueantes zancadas comentó
implorando la negación a su pregunta:
- ¿Ha muerto?
-La operación ha salido como
esperábamos. Su hijo está grave y tendremos que esperar su evolución… Somos
optimistas. Es joven y sus ganas de vivir…
Un llanto (el amable, el llevadero)
brotó de aquel hombre rompiendo el hielo de la sala mientras la abrazaba.
-Gracias, doctora. Es usted una
heroína, al menos la de mi hijo y, por supuesto, la mía.
-Agradezco la calidez de sus
palabras, pero sólo desempeño mi trabajo y, para ello, cuento con un equipo de
profesionales excelentes, -le dijo devolviéndole el abrazo.