Para ella la vida carecía de sentido, por ello, se encontraba sobre el alfeizar de la ventana, de pie, mientras repasaba mentalmente, con el rostro serio y sus ojos apagados, sin vida, como si ellos ya hubiesen, desde hacía ya un tiempo, decidido saltar, cómo serían sus últimos segundos de vida.
Un soplo
de brisa pareció rescatarla de su terrorífica recreación mental, de sus más
oscuros pensamientos; respiró hondo y saltó. Al cabo de unos pocos segundos, ya
preparada para el terrible impacto, observó como una hendidura se abría en el
duro asfalto, entrando a través de ella, a gran velocidad. Una vez en aquel
interior anegado por la más absoluta oscuridad sus fosas nasales fueron
invadidas por un extraño olor, irreconocible para la muchacha. Notó un impacto
en el rostro, a la altura del pómulo, pero en el momento en que su mano se
disponía a indagar el alcance del golpe comenzó a girar de forma violenta,
indómita, como si algo o alguien lo efectuase premeditadamente; acto seguido,
un calor sofocante se apoderó de su ser.
Un
sonido familiar, disperso al principio, molesto, más tarde, difuminó aquella
utópica situación. Abrió los ojos, asustada. El despertador sonaba, estridente,
a su lado. El suicidio le obsesionaba más cada vez, y aquel sueño lo demostraba.
Aquel calor asfixiante sufrido en su caída por el vacío imperaba también en la
estancia, exento al poder onírico de la imaginación de aquella chica; era tal
su densidad que podría, usando un poco la imaginación, pero no de forma
excesiva, dársele forma con las manos.
Otro día más, pensó con
agotamiento. Ese agonizar, ese tedio que arrastran aquellos a los que vivir se
le proyecta como algo demasiado duro, extremadamente complejo. Al realizar las
tareas previas que, sin duda, denotaban la ausencia del hogar durante varias
horas, reparó, no sin sorpresa, en una herida abierta instaurada en su pómulo.
No revestía gravedad, no le dolía, pero reportaba una extraña sensación: lo que
creía haber soñado era real. Su cabeza bullía ahora con preguntas difíciles de
responder. ¿Qué ha sucedido?, pensaba atónita, a la par que el miedo, un miedo
gélido, austero, dominaba su ser. Luchando contra un mar de dudas, este
enfurecido y salvaje, se encaminó al colegio. No depositó un pie en la calle
cuando no daba crédito a lo que sus ojos transmitían a su cerebro. Una cantidad
ingente de personas poblaban las aceras. Era tal la miríada de humanos que allí
convergía, ante sus ojos abiertos desproporcionadamente e incrédulos, que para avanzar por la calle debían de
formar filas, lentas, pesadas, tediosas, hasta que, un agente (al menos eso
suponía ya que parecía dirigir la situación con movimientos rápidos y
autoritarios) les permitía avanzar hacia una especie de cinta transportadora
colosal, en donde, aquellos que lograban ubicarse unos contra otros en su lomo,
parecían robarse, entre sí, el oxígeno, imposibilitando dejar cualquier hueco
libre, por muy exiguo que este fuera.
El sol escupía su poder de una forma jamás
contemplada por la joven, provocándole diferentes quemaduras, por ahora
carentes de gravedad, en sus extremidades, amén de notarse una picazón similar
en el rostro. Sintió una curiosidad inmensa por saber qué prendas llevaban los
demás. No diferían demasiado a las suyas fuera de la etapa estival, eso sí,
estas que observaba con curiosidad parecían infladas en su interior, como si
hubiese aire entre la propia prenda y la piel o, en otro caso, esas prendas
contuviesen algún elemento frío que minimizase aquellos efectos nocivos.
De forma repentina una sirena comenzó a
gemir con intención de avisar de algo. A lo lejos, observó como una ola gigante
se aproximaba hacia ellos a gran velocidad. Todo el mundo comenzó a gritar
haciendo insufrible aquella situación. Ella se encontraba sorprendida por lo
quimérico de todo aquello, pero sosegada, sin miedo alguno: vivir era sinónimo
de sufrir y más en este extraño mundo del que parecía ser una mera espectadora,
y estos parecían ser los últimos coletazos de su existencia miserable. La ola
golpeó contra algo transparente que los cobijaba, aunque aquella especie de
cúpula gigante no les impidió agitarse al son del terremoto ocasionado. Alzó la
vista y a varios de kilómetros, sobre el cristal de aquella cúpula, observó los
cadáveres de diferentes animales marinos, o eso intuía, ya que le parecían
irreconocibles.
La cinta comenzó a funcionar sin que la
sirena emitiese ya sonido alguno transportándola a través de aquel extraño
escenario. Se encontraba sentada, rígida, aferrada a los lados hasta que al
pasar por un estrecho lugar sus falanges fueron cercenadas. Un grito de dolor
absorbió la atención de algunos que empezaron a señalarla, y por lo que vio en
sus rostros, a increparla. La cinta se detuvo, hasta que una especie de robot
alado le agarró por los hombros y cogió altura. Ella no se movió, no se
resistió. Al cabo, entraron por la superficie, a través de una trampilla, del
único edificio que vio, una arquitectura que jamás habría podido imaginar. De
repente, se encontró ante un tribunal, con tres jueces que la miraban
ávidamente; tras ella, miles de personas jaleaban al contemplarla. Grandes
dígitos mostraban el año en el que se encontraban: 2300. La chica parecía inmune.
-No pareces ser de aquí,
-dijo el más anciano de aquel tribunal. ¿De qué año procedes?
- Displicente, contestó:
2018, señor.
Impávido, gruñó.
-Gracias a tu sociedad y a generaciones
ulteriores nuestra existencia es miserable. Tenemos que lidiar con el
calentamiento global, superpoblación… ¡Y todo por vuestra incompetencia!
¡Pagarás por ello con la muerte!
Y toda la estancia rugió
con un júbilo exacerbado.
Fría como el hielo, dijo:
¡matadme ya!, ¡no temo morir! ¡Mi vida es peor que la vuestra!
El anciano, reflexivo,
sonrió, se aclaró la voz y gritó:
- ¡Guardias, traed la
inyección de la vida eterna!
Los ojos de aquella chica
se llenaron de terror. ¡Vivir lastrada por el sufrimiento por toda la
eternidad!, pensó.
- ¡No, por favor!, exclamó.
Pero el júbilo de la sala
ocultó su desesperación.
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